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a la espera
Me encuentro sentada en una sala de espera rodeada de otros cientos de pasajeros que aguardan el momento de embarque hacia otra realidad. Todos susurran en esta espera. Nos rodeamos de nuestros propios silencios honrando un pudor y una prudencia casi fuera de lugar. Hay un estado de alerta que se respira.
¿Qué es lo que nos impide hablar en total libertad? No es una amenaza terrorista o un miedo a volar, es la espera y el orden combinados a nuestra necedad de encontrarnos todos siempre haciendo fila, característica primordial de esta humanidad. Los unos embarrados sobre los otros sin intimidad, aguardamos nuestro turno con paciencia y ansiedad.
La pionera de esta fila es una niña de entre 10 y 12 años. Sus largas piernas, su mochila roja con ruedas y su presuntuosa determinación han hecho de ella la primera en esta eterna inmovilización. Le sigue su familia y el resto, que ya no es relevante nombrar. No han llegado primero y eso los ha convertido en una masa amorfa y afilada, sin privilegios o notoriedad.
No hay palabras, hay espera.
Un inmenso espacio vacío nos rodea pero eso no importa, hemos decidido no co-habitar y quedarnos en espera, rostro contra dorso, defendiendo nuestro lugar. Esta cadena humana, esta condena humana es vivida como promesa. Aquí la espalda que puedo observar y quisiera eliminar es también el signo de un futuro apogeo que no paro de imaginar. Orgullosos de no ser los últimos, los idiotas perdedores, miramos de frente, erguimos los cuerpos y alertamos los sentidos.
“Este es mi lugar, tu turno haz de esperar por que aquí sólo uno puede avanzar.“ Le dice un joven hombre con la mirada a un cuerpo distraído que sumergido en su teléfono ha hecho dos pasos de más, quedando a la misma altura y no detrás, en este vasto recinto donde hay más espacio vacío que cuerpos que vigilar.
Esta fila humana, este orden público, esta forma establecida de hacer las cosas es ligeramente pero constantemente perturbado por unos agentes del caos. Un escuadrón especial de 5 integrantes que actúan en total autonomía y libertad. Sin modular su tono de voz o sus impulsos físicos, recorren y escandalizan el inmenso espacio vacío, rompiendo con el silencio y en ocasiones con el orden constituido. Sus madres no paran de buscar su atención, intentando sobornarlos o amenazarlos a cambio de serenidad y silencio. Es la creencia de que sus actos están cargados de ingenuidad que hace tolerable tal comportamiento. Vaya error subestimar que en su infantilismo no hay terrorismo.
La espera se ha prolongado más de la habitual. Los silencios se tensan, las miradas se intensifican. Seguimos a la espera de abordar. Nuestra urgencia es volar. De pronto sucede algo fuera de lo habitual. La pantalla que confirma e indica a esta fila el sitio que debe de ocupar cambia su destino.
Hay inquietud en el aire.
¿Hemos perdido nuestra oportunidad? ¿o acaso nuestro destino es llegar a otro lugar? Por fin se intercambian algunas palabras privadas. La niña y sus largas piernas, del hecho de ser la pionera, lo ha entendido primero y sin decir nada toma su mochila roja con ruedas y se marcha. Sus pasos siempre determinados y afilados indican un cambio, la sigue su familia y el resto.
En menos de un minuto se crea confusión. En menos de un minuto se pierde el orden y aparece el caos. En menos de un minuto se intensifica el silencio y se apresura la marcha. En menos de un minuto sin saber qué es lo que sucede seguimos las pisadas de esta niña malcriada. En menos de un minuto volvemos a formar un fila frente a otra pantalla. En menos de un minuto se restablece el orden como si aquí no pasará nada. Durante ese minuto, todos, sin confesarlo, esperábamos un cambio: derribar a la niña y ocupar esa posición excepcional. Ninguno lo logró.
Nadie nos informa lo que sucede, no hay excusas, no hay palabras, hay espera y de alguna manera esto nos da esperanza.
Nuevamente hacemos la cola, así se dice un mi tierra, seguramente porque indica que esperar en fila es el ejercicio anal de un orden que hemos tomado como urgencia vital. Un hilera humana plagada de desechos que convertimos en sentidos cívicos, es así que aprendemos a esperar y olvidamos reclamar, es así que aprendemos a callar y nos olvidamos de jugar. Es la espera esperanzada y silenciada de nuestros cuerpos que se sostienen bajo la falsa promesa de buscar aquello que nos hará sentir especial en todo si es posible o en esta fila si no hay más remedio. Es el tiempo que transcurre e inhibe los espíritus, obligándonos a soportar la espera a expensas de nuestra autonomía y libertad. Hacemos la cola y nos olvidamos del resto de nuestros cuerpos, del resto de los otros cuerpos. Aguardamos el mágico momento que nos llevará a ocupar primero nuestro singular lugar ubicado entre otros cientos de exclusivos asientos más... pero seamos sinceros, cuando volvamos a erguir nuestros cuerpos buscaremos de nuevo una hilera dónde esperar y callar porque al final ningún lugar nos hace sentir realmente excepcional como perder el tiempo en cualquier fila, en cualquier lugar.